lunes, 9 de diciembre de 2013

MACABRA HISTORIA DE LA MUERTE DE FREDDY MACHAIN

Permíteme, Efraín Martínez, copiar esta crónica. Es digna de figurar en la antología de la crónica amarilla, sin que haya ni una sola palabra soez, ningún prejuicio, ningún adjetivo desmesurado no ofensivo. Tal como escribíamos tiempo atrás. No te olvides de nuestra revista AQUÍ… respetuosa de las formas y del estilo, del lenguaje y de las personas a quienes la publicación, directa o indirectamente podría afectar, y sentirse ofendidos.
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Alfredo Luís Machaín Doldán, “Freddy”, (38), el más famoso peluquero de la capital paraguaya, moría estrangulado en su propia cama aquel otoño de 1986. “Velo de misterio en la en la muerte de Freddy” titulábamos en el número 59 de nuestro semanario el 28 de mayo de 1986. Se hablaba de un crimen pasional pero el tiempo se encargaría desmentir lo. Por aquel tiempo, en Japón, por casualidad, se empezó a develar la verdad que tardó dos décadas para tomar estado público. He aquí la historia no oficial laqueada de lujurias, infidelidades, pornografías, poder , homosexualismo y escándalo a granel.
Viajemos en el tiempo: Jueves, 22 de mayo de 1986, era de tarde en el barrio Villa Morra de Asunción. Richard Gill Morlis encontró la puerta principal del departamento con que no estaba con llave. La abrió, entró y lo envolvió un sospechoso como tétrico silencio. La sala, los cuadros, la alfombra. Se dirigió al dormitorio, ingresó y en la cama lo descubrió tendido boca arriba, casi desnudo, en actitud cadavérica. El peluquero fue ahorcado con su propia cadenilla de oro.
Esa mañana, el conocido estilista no concurrió a su peluquería sobre la avenida Mariscal López. Llamó la atención que no atendiera el teléfono de la vivienda por lo que Gill Morlis, su contador, decidió ir al departamento “A” del sexto piso del edificio “Alto de Villa Morra”, alquilado por Freddy.
El crimen ocurrió entre la medianoche y la madrugada de aquella fecha. Nada se había robado del alojamiento.
El juez Rubén Stanley, el fiscal Arnaldo Díaz y el médico forense Miguel Ferreira Galeano inspeccionaron el cadáver esa misma tarde del 22 de mayo. La policía hizo lo suyo, los diarios y las radios (excepto el semanario “Crónica”) se llamaron a silencio (Néstor Insaurralde, el periodista del vespertino “La Tarde” que publicó un suelto sobre el crimen, fue despedido por infringir la orden de no publicar) y a partir de allí el reloj sin tiempo hizo lo suyo.
Dicen que la historia verdadera es esa que queda en las memorias como atrapada por el miedo, la prudencia, la decencia, (o la indecencia). La verdadera historia, dicen, es esa que casi nunca se cuenta.
A más de dos décadas del crimen, las tertulias, esas oportunidades en las que si todos están completamente de acuerdo son tertulias perdidas, permitieron desandar caminos como volviendo de un prolongado laberinto en búsqueda de la salida. Las veladas en algunos círculos asuncenos apelaron al Hilo de Ariadna ensayando arrojar luz sobre el enigma.
Cuentan que Freddy era el peluquero de las mujeres fifí más paquetudas de la época; de aquellas currutacas, emperifolladas, de familias patricias. La asiduidad de las clientas a su salón de belleza le permitió ganar confianzas y amistad. Sus amigas, pues, a la hora del corte le contaban cosas, siendo estas charlas en voz baja más fácil porque Freddy era homosexual. Una suerte de intimidad entre mujeres.
¿Qué contaban ellas?, esas de la categoría de “a vos nomás te cuento” referentes a amores furtivos, unas canas al aire, desatenciones del marido en la intimidad, esas que se sueltan entre parroquianas cuando el momento es propicio y, para eso, ¿qué mejor que la peluquería entre el peluquero y la usuaria?
Algunos detalles de estas conversaciones Freddy habría comentado con un amigo suyo, un chileno. Lo que de que las adquirientes de sus servicios deseaban pegarse unas canitas al aire le prendió la luz al andino: ¿y si instalamos un prostíbulo para mujeres a todo lujo, en un lugar a pruebas de toda sospecha, con los jóvenes más sensuales que se puedan imaginar? Freddy habría tomado al vuelo la idea.
Los potros fueron contratados en Brasil y Argentina. Las habitaciones decoradas como las de un palacio persa. Freddy se habría encargado de susurrar al oído de las clientas el exclusivo como discreto sitio; con la confianza garantizada, ellas fueron llegando de a una, previa cita rigurosamente marcada.
El éxito del negocio fue inmediato. Los mozos practicaron con ellas las posturas que nunca ni soñaron como las de la tigresa blanca, del aretino y de varias otras propias del antiguo Kamasutra como la unión sexual alta, bala, igual, baja, ampliamente abierta, opresora, elevada. Las habitués de la reservada casa quedaron encantadísimas.
El buen servicio asegura la continuidad del negocio.
Señoras esposas de respetables militares, ministros, empresarios y algunas de sus hijas integraban el selecto grupo femenino que concurría al prostíbulo persa. No importa que cada sesión se pague en dólares por ponchadas. “Gracias, Freddy, sos un encanto”, reconocían las clientas en el sillón del salón del peluquero. “De nada”, bisbiseaba el famoso estilista.
En las tertulias que irían sucediéndose dos décadas después del crimen se comentaría que en una delegación de altos funcionarios del gobierno de Alfredo Stroessner en viaje de misión oficial a Japón por aquellos tiempos, se produjo el detonante. Uno de los viajeros compró una revista pornográfica en la cual descubre la foto de una conocida mujer paraguaya haciendo sexo con un atractivo joven. Se trataba de la esposa de un alto funcionario de gobierno.
La revista llegó en manos del dictador. Este, enfurecido, ordenó al entonces jefe de Investigaciones de la Policía a saber dónde se tomó la foto; no pasó mucho tiempo para descubrirse el origen: el coqueto prostíbulo de la capital paraguaya que - resultó ser - estaba equipado con cámaras que filmaban y fotografiaban las sesiones allí practicadas. El chileno vendía las fotos y los videos a organizaciones asiáticas vinculadas al negocio de la pornografía.
Con el sigilo propio de los policías de la época, se descubrió infinidad de fotos y videos en las que aparecían las señoras y señoritas de las más fifi de la capital exhibiendo piel y pasiones.
Por orden superior todo fue mandado a una única hoguera.
Stroessner sentía vergüenza ajena. “¡Proceda!”, ordenó al jefe de Investigaciones y este cumplió al pie de la letra.
El crimen apareció como una consecuencia pasional aquella noche/madrugada de mayo de 1986 en el sexto piso del edificio. Con su propia cadenilla de oro lo estrangularon, cuando confirmaron que dejó de respirar lo dejaron allí, en la cama, boca arriba, y los matadores se marcharon sin echar llave a la puerta principal. Los vecinos del edificio dormían plácidamente.
El resto quedó a cargo de las chusmas con “desavillé”, ruleros y pantunflas que se encargaron después de chimentar con lujos de detalles entre sí que el peluquero fue asesinado por “uno de esos otros degenerados” …

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